Ante la sospecha de una posible crisis epiléptica es necesario iniciar un estudio clínico del paciente (1) (nivel de certeza I, grado de recomendación A) donde, además de recoger una completa historia familiar y personal, si la sospecha queda confirmada, se hace necesaria la realización de diferentes de exámenes complementarios como el electroencefalograma (EEG), pruebas de neuroimagen (tomografía computarizada [TC], resonancia magnética [RM] craneal, etc.) y, en ocasiones, incluso el estudio del líquido cefalorraquídeo. Una vez finalizado el estudio podemos encontrarnos ante diferentes posibilidades: 1) un trastorno paroxístico no epiléptico; 2) una primera crisis epiléptica aislada; y 3) epilepsia.
La Liga Internacional Contra la Epilepsia (ILAE) y Oficina Internacional para la Epilepsia (IBE), en un informe consensuado (2) señalan que, para poder diagnosticar de epilepsia se requiere al menos de una crisis epiléptica, y que ésta se haya producido por la presencia en el cerebro de una alteración duradera y persistente que incremente la posibilidad de crisis futuras. De esta forma, la epilepsia queda definida por la recurrencia de crisis o por su potencial recurrencia, obviándose la necesidad de dos crisis epilépticas no provocadas, ya que según la definición, todas ellas lo son.
Una predisposición como la determinada por una historia familiar o por la presencia de actividad epileptiforme en el EEG no es suficiente para determinar epilepsia. Tampoco la presencia de múltiples crisis epilépticas originadas por diferentes causas en un mismo paciente puede considerarse epilepsia, al tiempo que una simple crisis epiléptica en un cerebro normal puede no ser epilepsia.
La definición consensuada estipula que a la condición epiléptica se asocien cambios conductuales, tales como problemas cognitivos interictales o postictales, y que los pacientes puedan sufrir socialmente estigmas, exclusiones, restricciones o aislamiento, e igualmente que la crisis o su recurrencia originen consecuencias psicológicas en el paciente y en la familia. De lo anterior podemos deducir que una epilepsia puede ocurrir en cualquier persona y en todas las edades si se dan las circunstancias enumeradas (grado de recomendación A). La mayor o menor tendencia a sufrir crisis epilépticas depende del umbral epileptógeno determinado por la descarga neuronal, que puede involucrar la inhibición, así como la excitación neuronal. La causa más común de aparición de crisis epiléptica es que la realización de la sincronía neuronal sea anormal y son múltiples los factores que influyen en este umbral.
Consideraciones del inicio terapéutico
Existen diferentes aspectos por considerar ante la decisión de iniciar o no un tratamiento con fármacos antiepilépticos, entre los que podemos destacar los siguientes:
- Tras una primera crisis, entre un 20 y un 80% de pacientes, dependiendo de la forma clínica, no vuelven a convulsionar (3) (nivel de certeza III). En un estudio prospectivo (4) en 107 pacientes, las tasas de recurrencia pasados uno, tres o cinco años fueron del 32%, 36% y 42% respectivamente (nivel de certeza II).
- Si el paciente presenta riesgo de recurrencia, la terapia con fármacos antiepilépticos debe instaurarse de forma inmediata.
- Si las crisis epilépticas son agudas sintomáticas (5) generalmente aisladas con estrecha relación temporal con un factor precipitante (convulsiones febriles, deprivación de alcohol, trastornos electrolíticos, etc.), la terapia que se
debe emplear es la específica para el factor desencadenante y administrar fármacos antiepilépticos mientras dura la fase aguda (nivel de certeza II). - Cuando se ha establecido el diagnóstico de epilepsia, el tratamiento con fármacos antiepilépticos debe iniciarse de acuerdo con el tipo de crisis y síndrome epiléptico, así como con su etiología. Existe un acuerdo universal para
recomendar la monoterapia por sus múltiples ventajas: mayor eficacia del fármaco, menor toxicidad, mejor cumplimiento del tratamiento y menos posibilidades de interacción (nivel de certeza II, grado de recomendación A). - Es importante recordar que las posibilidades actuales de tratamiento nos obligan a elegir el más adecuado entre numerosos fármacos antiepilépticos. La decisión, por tanto, debe ser reflexiva y, en caso de que el control no sea
correcto, se cambiará por otro, siempre en monoterapia (grado de recomendación B). - Los trastornos paroxísticos no epilépticos que en ocasiones se etiquetan erróneamente como epilepsia no deben tratarse con fármacos antiepilépticos.
ENE